El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un rey, por la sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja. Ni los cerdos, ni los caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y carneros mayores que él, disfrutaban de tantos privilegios. Esto se debía a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las tres hijas de los granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban y concedían todos los caprichos. Cada mañana, en cuanto salía el sol, las hermanas acudían al establo para peinarlo con un cepillo especial untado en aceite de almendras que mantenía sedosa y brillante su rizada lana. Tras ese reconfortante tratamiento de belleza lo acomodaban sobre un mullido cojín de seda y acariciaban su cabecita hasta que se quedaba profundamente dormido. Si al despertar tenía sed le ofrecían agua del manantial perfumada con unas gotitas de limón, y si sentía frío se daban prisa por taparlo con una amorosa manta de colores tejida por ellas mismas. En cuanto a su comida no era ni de lejos la misma que recibían sus colegas, cebados a base de pienso corriente y moliente. El afortunado cordero tenía su propio plato de porcelana y se alimentaba de las sobras de la familia, por lo que su dieta diaria consistía en exquisitos guisos de carne y postres a base de cremas de chocolate que endulzaban aún más su empalagosa vida. Curiosamente, a pesar de tener más derechos que ninguno, este cordero favorecido y sobrealimentado era un animal extremadamente egoísta: en cuanto veía que los granjeros rellenaban de pienso el comedero común, echaba a correr pisoteando a los demás para llegar el primero y engullir la máxima cantidad posible. Obviamente, el resto del rebaño se quedaba estupefacto pensando que no había ser más canalla que él en todo el planeta. Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado: – ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de quitarle la comida a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza! – Bueno, bueno, te estás pasando un poco… ¡Eso que dices no es justo! – ¡¿Qué no es justo?!…Llevas una vida de lujo y te atiborras a diario de manjares exquisitos, dignos de un emperador. ¿Es que no tienes suficiente con todo lo que te dan? ¡Haz el favor de dejar el pienso para nosotros! El cordero puso cara de circunstancias y, con la insolencia de quien lo tiene todo, respondió demostrando muy poca sensibilidad.El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un rey, por la sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja. Ni los cerdos, ni los caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y carneros mayores que él, disfrutaban de tantos privilegios. Esto se debía a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las tres hijas de los granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban y concedían todos los caprichos. Cada mañana, en cuanto salía el sol, las hermanas acudían al establo para peinarlo con un cepillo especial untado en aceite de almendras que mantenía sedosa y brillante su rizada lana. Tras ese reconfortante tratamiento de belleza lo acomodaban sobre un mullido cojín de seda y acariciaban su cabecita hasta que se quedaba profundamente dormido. Si al despertar tenía sed le ofrecían agua del manantial perfumada con unas gotitas de limón, y si sentía frío se daban prisa por taparlo con una amorosa manta de colores tejida por ellas mismas. En cuanto a su comida no era ni de lejos la misma que recibían sus colegas, cebados a base de pienso corriente y moliente. El afortunado cordero tenía su propio plato de porcelana y se alimentaba de las sobras de la familia, por lo que su dieta diaria consistía en exquisitos guisos de carne y postres a base de cremas de chocolate que endulzaban aún más su empalagosa vida. Curiosamente, a pesar de tener más derechos que ninguno, este cordero favorecido y sobrealimentado era un animal extremadamente egoísta: en cuanto veía que los granjeros rellenaban de pienso el comedero común, echaba a correr pisoteando a los demás para llegar el primero y engullir la máxima cantidad posible. Obviamente, el resto del rebaño se quedaba estupefacto pensando que no había ser más canalla que él en todo el planeta. Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado: – ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de quitarle la comida a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza! – Bueno, bueno, te estás pasando un poco… ¡Eso que dices no es justo! – ¡¿Qué no es justo?!…Llevas una vida de lujo y te atiborras a diario de manjares exquisitos, dignos de un emperador. ¿Es que no tienes suficiente con todo lo que te dan? ¡Haz el favor de dejar el pienso para nosotros! El cordero puso cara de circunstancias y, con la insolencia de quien lo tiene todo, respondió demostrando muy poca sensibilidad.El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un rey, por la sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja. Ni los cerdos, ni los caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y carneros mayores que él, disfrutaban de tantos privilegios. Esto se debía a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las tres hijas de los granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban y concedían todos los caprichos. Cada mañana, en cuanto salía el sol, las hermanas acudían al establo para peinarlo con un cepillo especial untado en aceite de almendras que mantenía sedosa y brillante su rizada lana. Tras ese reconfortante tratamiento de belleza lo acomodaban sobre un mullido cojín de seda y acariciaban su cabecita hasta que se quedaba profundamente dormido. Si al despertar tenía sed le ofrecían agua del manantial perfumada con unas gotitas de limón, y si sentía frío se daban prisa por taparlo con una amorosa manta de colores tejida por ellas mismas. En cuanto a su comida no era ni de lejos la misma que recibían sus colegas, cebados a base de pienso corriente y moliente. El afortunado cordero tenía su propio plato de porcelana y se alimentaba de las sobras de la familia, por lo que su dieta diaria consistía en exquisitos guisos de carne y postres a base de cremas de chocolate que endulzaban aún más su empalagosa vida. Curiosamente, a pesar de tener más derechos que ninguno, este cordero favorecido y sobrealimentado era un animal extremadamente egoísta: en cuanto veía que los granjeros rellenaban de pienso el comedero común, echaba a correr pisoteando a los demás para llegar el primero y engullir la máxima cantidad posible. Obviamente, el resto del rebaño se quedaba estupefacto pensando que no había ser más canalla que él en todo el planeta. Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado: – ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de quitarle la comida a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza! – Bueno, bueno, te estás pasando un poco… ¡Eso que dices no es justo! – ¡¿Qué no es justo?!…Llevas una vida de lujo y te atiborras a diario de manjares exquisitos, dignos de un emperador. ¿Es que no tienes suficiente con todo lo que te dan? ¡Haz el favor de dejar el pienso para nosotros! El cordero puso cara de circunstancias y, con la insolencia de quien lo tiene todo, respondió demostrando muy poca sensibilidad.El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un rey, por la sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja. Ni los cerdos, ni los caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y carneros mayores que él, disfrutaban de tantos privilegios. Esto se debía a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las tres hijas de los granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban y concedían todos los caprichos. Cada mañana, en cuanto salía el sol, las hermanas acudían al establo para peinarlo con un cepillo especial untado en aceite de almendras que mantenía sedosa y brillante su rizada lana. Tras ese reconfortante tratamiento de belleza lo acomodaban sobre un mullido cojín de seda y acariciaban su cabecita hasta que se quedaba profundamente dormido. Si al despertar tenía sed le ofrecían agua del manantial perfumada con unas gotitas de limón, y si sentía frío se daban prisa por taparlo con una amorosa manta de colores tejida por ellas mismas. En cuanto a su comida no era ni de lejos la misma que recibían sus colegas, cebados a base de pienso corriente y moliente. El afortunado cordero tenía su propio plato de porcelana y se alimentaba de las sobras de la familia, por lo que su dieta diaria consistía en exquisitos guisos de carne y postres a base de cremas de chocolate que endulzaban aún más su empalagosa vida. Curiosamente, a pesar de tener más derechos que ninguno, este cordero favorecido y sobrealimentado era un animal extremadamente egoísta: en cuanto veía que los granjeros rellenaban de pienso el comedero común, echaba a correr pisoteando a los demás para llegar el primero y engullir la máxima cantidad posible. Obviamente, el resto del rebaño se quedaba estupefacto pensando que no había ser más canalla que él en todo el planeta. Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado: – ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de quitarle la comida a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza! – Bueno, bueno, te estás pasando un poco… ¡Eso que dices no es justo! – ¡¿Qué no es justo?!…Llevas una vida de lujo y te atiborras a diario de manjares exquisitos, dignos de un emperador. ¿Es que no tienes suficiente con todo lo que te dan? ¡Haz el favor de dejar el pienso para nosotros! El cordero puso cara de circunstancias y, con la insolencia de quien lo tiene todo, respondió demostrando muy poca sensibilidad.El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un rey, por la sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja. Ni los cerdos, ni los caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y carneros mayores que él, disfrutaban de tantos privilegios. Esto se debía a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las tres hijas de los granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban y concedían todos los caprichos. Cada mañana, en cuanto salía el sol, las hermanas acudían al establo para peinarlo con un cepillo especial untado en aceite de almendras que mantenía sedosa y brillante su rizada lana. Tras ese reconfortante tratamiento de belleza lo acomodaban sobre un mullido cojín de seda y acariciaban su cabecita hasta que se quedaba profundamente dormido. Si al despertar tenía sed le ofrecían agua del manantial perfumada con unas gotitas de limón, y si sentía frío se daban prisa por taparlo con una amorosa manta de colores tejida por ellas mismas. En cuanto a su comida no era ni de lejos la misma que recibían sus colegas, cebados a base de pienso corriente y moliente. El afortunado cordero tenía su propio plato de porcelana y se alimentaba de las sobras de la familia, por lo que su dieta diaria consistía en exquisitos guisos de carne y postres a base de cremas de chocolate que endulzaban aún más su empalagosa vida. Curiosamente, a pesar de tener más derechos que ninguno, este cordero favorecido y sobrealimentado era un animal extremadamente egoísta: en cuanto veía que los granjeros rellenaban de pienso el comedero común, echaba a correr pisoteando a los demás para llegar el primero y engullir la máxima cantidad posible. Obviamente, el resto del rebaño se quedaba estupefacto pensando que no había ser más canalla que él en todo el planeta. Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado: – ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de quitarle la comida a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza! – Bueno, bueno, te estás pasando un poco… ¡Eso que dices no es justo! – ¡¿Qué no es justo?!…Llevas una vida de lujo y te atiborras a diario de manjares exquisitos, dignos de un emperador. ¿Es que no tienes suficiente con todo lo que te dan? ¡Haz el favor de dejar el pienso para nosotros! El cordero puso cara de circunstancias y, con la insolencia de quien lo tiene todo, respondió demostrando muy poca sensibilidad.El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un rey, por la sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja. Ni los cerdos, ni los caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y carneros mayores que él, disfrutaban de tantos privilegios. Esto se debía a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las tres hijas de los granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban y concedían todos los caprichos. Cada mañana, en cuanto salía el sol, las hermanas acudían al establo para peinarlo con un cepillo especial untado en aceite de almendras que mantenía sedosa y brillante su rizada lana. Tras ese reconfortante tratamiento de belleza lo acomodaban sobre un mullido cojín de seda y acariciaban su cabecita hasta que se quedaba profundamente dormido. Si al despertar tenía sed le ofrecían agua del manantial perfumada con unas gotitas de limón, y si sentía frío se daban prisa por taparlo con una amorosa manta de colores tejida por ellas mismas. En cuanto a su comida no era ni de lejos la misma que recibían sus colegas, cebados a base de pienso corriente y moliente. El afortunado cordero tenía su propio plato de porcelana y se alimentaba de las sobras de la familia, por lo que su dieta diaria consistía en exquisitos guisos de carne y postres a base de cremas de chocolate que endulzaban aún más su empalagosa vida. Curiosamente, a pesar de tener más derechos que ninguno, este cordero favorecido y sobrealimentado era un animal extremadamente egoísta: en cuanto veía que los granjeros rellenaban de pienso el comedero común, echaba a correr pisoteando a los demás para llegar el primero y engullir la máxima cantidad posible. Obviamente, el resto del rebaño se quedaba estupefacto pensando que no había ser más canalla que él en todo el planeta. Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado: – ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de quitarle la comida a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza! – Bueno, bueno, te estás pasando un poco… ¡Eso que dices no es justo! – ¡¿Qué no es justo?!…Llevas una vida de lujo y te atiborras a diario de manjares exquisitos, dignos de un emperador. ¿Es que no tienes suficiente con todo lo que te dan? ¡Haz el favor de dejar el pienso para nosotros! El cordero puso cara de circunstancias y, con la insolencia de quien lo tiene todo, respondió demostrando muy poca sensibilidad.El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un rey, por la sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja. Ni los cerdos, ni los caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y carneros mayores que él, disfrutaban de tantos privilegios. Esto se debía a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las tres hijas de los granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban y concedían todos los caprichos. Cada mañana, en cuanto salía el sol, las hermanas acudían al establo para peinarlo con un cepillo especial untado en aceite de almendras que mantenía sedosa y brillante su rizada lana. Tras ese reconfortante tratamiento de belleza lo acomodaban sobre un mullido cojín de seda y acariciaban su cabecita hasta que se quedaba profundamente dormido. Si al despertar tenía sed le ofrecían agua del manantial perfumada con unas gotitas de limón, y si sentía frío se daban prisa por taparlo con una amorosa manta de colores tejida por ellas mismas. En cuanto a su comida no era ni de lejos la misma que recibían sus colegas, cebados a base de pienso corriente y moliente. El afortunado cordero tenía su propio plato de porcelana y se alimentaba de las sobras de la familia, por lo que su dieta diaria consistía en exquisitos guisos de carne y postres a base de cremas de chocolate que endulzaban aún más su empalagosa vida. Curiosamente, a pesar de tener más derechos que ninguno, este cordero favorecido y sobrealimentado era un animal extremadamente egoísta: en cuanto veía que los granjeros rellenaban de pienso el comedero común, echaba a correr pisoteando a los demás para llegar el primero y engullir la máxima cantidad posible. Obviamente, el resto del rebaño se quedaba estupefacto pensando que no había ser más canalla que él en todo el planeta. Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado: – ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de quitarle la comida a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza! – Bueno, bueno, te estás pasando un poco… ¡Eso que dices no es justo! – ¡¿Qué no es justo?!…Llevas una vida de lujo y te atiborras a diario de manjares exquisitos, dignos de un emperador. ¿Es que no tienes suficiente con todo lo que te dan? ¡Haz el favor de dejar el pienso para nosotros! El cordero puso cara de circunstancias y, con la insolencia de quien lo tiene todo, respondió demostrando muy poca sensibilidad.El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un rey, por la sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja. Ni los cerdos, ni los caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y carneros mayores que él, disfrutaban de tantos privilegios. Esto se debía a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las tres hijas de los granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban y concedían todos los caprichos. Cada mañana, en cuanto salía el sol, las hermanas acudían al establo para peinarlo con un cepillo especial untado en aceite de almendras que mantenía sedosa y brillante su rizada lana. Tras ese reconfortante tratamiento de belleza lo acomodaban sobre un mullido cojín de seda y acariciaban su cabecita hasta que se quedaba profundamente dormido. Si al despertar tenía sed le ofrecían agua del manantial perfumada con unas gotitas de limón, y si sentía frío se daban prisa por taparlo con una amorosa manta de colores tejida por ellas mismas. En cuanto a su comida no era ni de lejos la misma que recibían sus colegas, cebados a base de pienso corriente y moliente. El afortunado cordero tenía su propio plato de porcelana y se alimentaba de las sobras de la familia, por lo que su dieta diaria consistía en exquisitos guisos de carne y postres a base de cremas de chocolate que endulzaban aún más su empalagosa vida. Curiosamente, a pesar de tener más derechos que ninguno, este cordero favorecido y sobrealimentado era un animal extremadamente egoísta: en cuanto veía que los granjeros rellenaban de pienso el comedero común, echaba a correr pisoteando a los demás para llegar el primero y engullir la máxima cantidad posible. Obviamente, el resto del rebaño se quedaba estupefacto pensando que no había ser más canalla que él en todo el planeta. Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado: – ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de quitarle la comida a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza! – Bueno, bueno, te estás pasando un poco… ¡Eso que dices no es justo! – ¡¿Qué no es justo?!…Llevas una vida de lujo y te atiborras a diario de manjares exquisitos, dignos de un emperador. ¿Es que no tienes suficiente con todo lo que te dan? ¡Haz el favor de dejar el pienso para nosotros! El cordero puso cara de circunstancias y, con la insolencia de quien lo tiene todo, respondió demostrando muy poca sensibilidad.
Kawasaki
Kawasaki
Llegó el momento, caen las murallas Va a comenzar la única justa de las batallas No duele el golpe, no existe el miedo Quitate el polvo, ponte de pie y vuelves al ruedo Y la presión, se siente Espera en ti tu gente Ahora vamos por todo Y te acompaña la suerte Tsamina mina zangalewa Porqué esto es África Tsamina mina eh, eh Waka waka eh, eh Tsamina mina zangalewa Porqué esto es África Oye a tu dios y no estarás solo Llegaste aquí para brillar y lo tienes todo La hora se acerca, es el momento Vas a ganar a cada batalla, ya lo presiento Hay que empezar de cero Para tocar el cielo Ahora vamos por todo Y todos vamos por ellos Tsamina mina zangalewa Porqué esto es África Tsamina mina, eh eh Waka waka, eh eh Tsamina mina zangalewa Anawa, ah ah Tsamina mina, eh eh Waka waka, eh eh Tsamina mina zangalewa Porqué esto es África Ame la mejole biggi biggi mubbo wa A to Zet Asi tsu zala makyuni biggi biggi mubbo from east to west Bathi waka waka ma eh eh waka waka ma eh eh Zonke zizwe mazi buye Cause this is Africa Tsamina mina, anawa, ah ah Tsamina mina Tsamina mina, anawa, ah ah Tsamina mina, eh eh Waka waka, eh eh Tsamina mina zangalewa Anawa, ah ah Tsamina mina, eh eh Waka waka, eh eh Tsamina mina zangalewa Porqué esto es África Yango eh eh Yango eh eh Tsamina mina zangalewa Anawa, ah ah Yango eh eh Yango eh eh Tsamina mina zangalewa Anawa, ah ah Porqué esto es África Porqué esto es África
Makarena